La mayoría de nosotros pasamos demasiado tiempo mirando el teléfono. Pero no todos lo vivimos igual. Hay quienes lo aceptan sin conflicto y quienes lo llevamos como una tortura. Yo pertenezco al segundo grupo.
Durante mucho tiempo me he preguntado por qué. Finalmente llegué a una conclusión bastante simple. La culpa aparece cuando sentimos que ese tiempo podría estar dedicado a algo mejor y se compone de dos variables. No se trata solo de una sensación de “debería estar haciendo otra cosa”, sino también del estado emocional que deja el uso intensivo del smartphone. La mezcla de ambas cosas convierte esta adicción en algo especialmente degradante: no solo perdemos tiempo, sino que además acabamos sintiéndonos peor.
Lo entiendo mejor cuando lo comparo con otras actividades. No siento ningún remordimiento cuando paso una tarde entera leyendo. Ayer mismo ocurrió: volví de la biblioteca, almorcé y me leí de una sentada uno de los libros que había tomado prestado, La vegetariana, por si hay curiosidad.
Tampoco experimento culpa cuando dedico horas a escribir, a pasear por un lugar bonito o a conversar con amigos. No me preocupa “perder el tiempo” de esa forma (de hecho, creo que es ganarlo); no es una cuestión de productividad. Es una cuestión de calidad: ocupar el tiempo con actividades que merecen la pena y que, al terminar, te dejan en paz contigo mismo.
Ahí entra en juego el segundo factor, quizá el más decisivo. Muchas aplicaciones del teléfono me generan ansiedad.
Pasé innumerables tardes en un club de ajedrez jugando con compañeros. Podía terminar cansado, incluso mentalmente saturado, pero nunca ansioso. Esa ansiedad, en cambio, aparece con facilidad cuando paso un tiempo jugando al ajedrez en línea.
De joven leía periódicos enteros, uno tras otro, de los que compraba mi padre, sin que eso me alterara lo más mínimo. Hoy, veinte minutos de redes sociales me dejan más nervioso que si bebiera café en porrón.
El scroll infinito de las plataformas de juego y redes sociales comparte un rasgo esencial: están diseñadas para capturar nuestra atención y retenernos el mayor tiempo posible. Funcionan a base de estímulos emocionales que reducen nuestra capacidad de decisión y nos empujan a actuar por impulso. Una partida más. Un mensaje más. Otro vídeo. No hay cierre, no hay pausa, no hay satisfacción duradera.
Detesto esa sensación. Por eso, cada cierto tiempo, y por ridículo que parezca, me refugio en un dumbphone, hasta que la dificultad de vivir hoy sin smartphone —o el simple aburrimiento del teléfono “ladrillo”— me devuelve al ciclo conocido: uso abusivo, saturación y huida. No es, por tanto, una solución; es apenas una tregua cuando ya no aguanto más.
Envidio a quienes se tomaron la pastilla azul y siguen viviendo cómodamente en Matrix, sin hacerse demasiadas preguntas. Y envidio todavía más a quienes eligieron la roja, son conscientes de todo esto y aun así logran un uso responsable, sin caer en la adicción. Los envidio casi tanto como a los vegetarianos por convicción.

Deja una respuesta
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.