La Navidad suele ser un tiempo de reencuentros con amigos y familia. Quizá por eso mismo despierta también rechazo en algunas personas: a diferencia de otras vacaciones, en estas fechas la ausencia de quienes ya no están se hace más visible. La nostalgia pesa más. Aun así, quienes tenemos la fortuna de conservar cerca a las personas que amamos solemos vivir estos días como una sucesión de encuentros agradables, envueltos en un ambiente festivo que no se limita al hogar, sino que se filtra en tiendas, oficinas, transportes y calles, como si la ciudad entera respirara navidad.
Con los años, sin embargo, la forma de vivirla cambia. No hablo del desencanto infantil al descubrir que los Reyes Magos son los padres, sino de algo más sutil y persistente: la vida se va llenando de obligaciones y deja cada vez menos espacio para lo que no se traduzca en responsabilidad, trabajo o productividad.
Recuerdo las navidades de juventud en las que ninguno de mis hermanos, ni sus familias, habría faltado a los encuentros en casa de mis padres. Hoy seguimos reuniéndonos para la cena de Nochebuena (menos yo desde que vivo en Chile), pero el resto de los días se fragmenta: quien no viaja tiene compromisos, citas pendientes, agendas llenas.
También ha cambiado en relación con mis amigos. En nuestros veinte-treinta años la amistad ocupaba un lugar central. No concebíamos pasar los festivos sin compartir largas horas con amigos: almuerzos improvisados, cenas en casa de alguno de nosotros o en restaurantes, botellas abiertas sin prisa, villancicos cantados a gritos en la plaza del barrio o donde nos pillara. Eran momentos intensos, en los que la amistad salía fortalecida casi sin proponérselo.
Ahora, en cambio, cuesta incluso coordinar una videollamada de media hora. Siempre hay algo que hacer: los niños, los abuelos, el trabajo, cualquier excusa que termina desplazando el encuentro.
Para mí, la conclusión es clara. Siempre se encuentra tiempo para aquello que de verdad importa. Cuando decimos “no tengo tiempo”, muchas veces lo que estamos diciendo es que no queremos dedicarle nuestro tiempo a eso.
Por eso, cuando llega la Navidad procuro ser cuidadoso con mi agenda. Me esfuerzo en reservar espacio para las personas que me importan, en encontrarme con aquellos a quienes puedo ver y en llamar a quienes están lejos, sin descuidar a mi pareja ni a mis hijos. Es una forma consciente de preservar algo que considero esencial: la alegría de compartir estos días con quienes dan sentido a mi vida.

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