Una de las mayores dificultades para un escritor es encontrar un ritmo de trabajo que permita avanzar de verdad en la creación literaria. Hablo de ritmo, y no de horas disponibles, porque lo segundo suele ser más fácil de conseguir que lo primero. Tiempo, en mayor o menor medida, casi todos tenemos, aunque sea media hora al día. Y cuando no lo tenemos, pero sí la voluntad, siempre se pueden arañar esos minutos a otra actividad o escribir de camino al trabajo.
Lo que suele faltar es una rutina capaz de transformar el tiempo disponible en páginas. El tiempo, por sí solo, no produce libros. Lo que los produce es un sistema: una forma de trabajar que, repetida día tras día, va acumulando páginas hasta convertirse en una obra terminada.
Disponer de tiempo ayuda, claro; facilita dedicarle horas a la escritura. Pero no es lo decisivo. Hay quien tiene tiempo y lo emplea en cualquier otra cosa. Lo esencial es querer escribir y aceptar lo que eso implica. Hacer aquello que distingue a los escritores del resto: sentarse, pegar el culo a la silla y escribir. No hay secretos.
Y si solo puedes dedicar media hora al día, no subestimes lo que esa media hora puede dar de sí. No depende de la inspiración ni de rachas creativas, sino de constancia. Escribir un día tras otro. Nada más.
La cuenta es conocida y no tiene nada de misteriosa. Tendemos a sobrestimar lo que podemos hacer en un año y a subestimar lo que somos capaces de lograr en diez. La frase se atribuye a Bill Gates, aunque él mismo ha dicho que es anterior. Da igual quién la pronunciara primero: apunta a una verdad sencilla. Pensamos en grande a corto plazo y en pequeño cuando se trata de sostener el esfuerzo. Sin embargo, en el largo recorrido se alcanzan resultados mayores de los que imaginamos.
Aplicado a la escritura, el planteamiento es simple. Más importante que fijarse objetivos ambiciosos es escribir con regularidad, aunque sea en sesiones breves. Y si ese tiempo se dedica con atención plena, los resultados sorprenden. Treinta o cuarenta y cinco minutos de escritura concentrada pueden producir entre quinientas y mil palabras, como señala Cal Newport en Deep Work. Repetido varias veces por semana, ese hábito genera, sin ruido ni épica, material suficiente para uno, incluso dos libros al año.
Con eso me quedo: con la idea de que el trabajo del escritor consiste, básicamente, en escribir, y con la decisión consciente de reservar cada día un tiempo para hacerlo. Sin dramatismo, sin esperar condiciones ideales que casi nunca llegan.
En mi caso, escribo a diario un mínimo de mil palabras y, muy a menudo, llego a mil setecientas o dos mil. Mi problema no es la cantidad, sino la dispersión. Las palabras se reparten entre textos muy distintos: además de libros, blogs, diarios, notas, apuntes. Quizá ahí esté el verdadero ajuste pendiente: no escribir más, sino encontrar un ritmo más claro, una distribución más consciente de ese trabajo.
O, dicho de otro modo, escribir con la intención de crear una obra.

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