He oído muchas veces un consejo que he terminado interiorizando hasta el punto de repetirlo yo mismo, incluso a mi hijo: para ser feliz no debería moverte el dinero, sino la pasión. Es una idea sencilla, casi obvia, y aun así me sorprende que tanta gente no la vea con claridad. Desde mi punto de vista, cuando haces cosas movido principalmente por el rédito económico, tu objetivo no es hacer lo que te gusta ni vivir feliz, sino ganar dinero para, más adelante, invertirlo en aquello que supuestamente te hará feliz. La fórmula me parece lógica profundamente equivocada.
Para empezar, implica un trueque perverso: cambiar tiempo de vida por dinero. Jornadas laborales, años de estudio, horas de formación dedicadas no a lo que deseas, sino a lo que paga. Aceptemos ese punto de partida. Supongamos incluso que el esfuerzo da frutos y genera ingresos. Aparece entonces una segunda suposición, mucho menos evidente: que ese dinero se traducirá automáticamente en felicidad. ¿Por qué debería ser así?
La respuesta habitual es que el dinero facilita una existencia más dichosa: una casa mejor, un trabajo más cómodo, determinados estilos de vida. El problema es que esa promesa no se cumple a rajatabla. Compras una casa más grande y pronto deseas otra con más comodidades. Alcanzas un objetivo y, casi sin darte cuenta, aparece el siguiente. La frustración se desplaza, pero no desaparece. Cambia de forma, de objeto, de excusa, pero sigue ahí. Eso ya se resolvió en 1974 a través de la paradoja de Easterlin: una persona no es más feliz por tener un mayor nivel de ingresos.
Además, hay aspectos esenciales de la vida en los que el dinero interviene poco o nada. El afecto, el cuidado mutuo, la complicidad, el crecimiento compartido no dependen de una cuenta bancaria. Una relación en la que te sientes mejor y en la que también haces mejor al otro no aparece gracias a un balance financiero más abultado.
Dedicar cada día tiempo a aquello que nos gusta y nos hace sentir bien me parece una forma mucho más sensata de vivir, y también la más cercana a la felicidad, si es que estamos hablando de lo mismo. Porque esa es otra cuestión: ¿Qué considera cada uno felicidad?
Pienso en todo esto cuando me frustro porque no termino una novela o porque no gano lo suficiente como para dedicarme solo a escribir. En esos momentos caigo en la cuenta de lo absurdo del planteamiento. Ahora mismo disfruto de lo que hago, del lugar en el que estoy, de mis rutinas cotidianas, de un entorno que me resulta familiar y en el que me siento en paz. Tengo tiempo para escribir y, sobre todo, tengo el espacio mental para hacerlo.
¿Escribiría mejor o más si ganara más dinero con ello? No lo creo. No escribo por dinero. Escribo porque lo disfruto y porque me hace bien. Porque forma parte de cómo entiendo mi vida y de cómo me entiendo a mí mismo. Soy feliz con lo que hago y con cómo lo hago. Y, sinceramente, no necesito un coche de 60.000 €. Y menos aún que ese auto me lo pagaran mis libros.

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