Cada año, por estas fechas, Internet se llena de contenidos que invitan a preparar el año entrante a base de propósitos y objetivos. Lo llamativo es que, esta vez, empieza a abrirse paso una corriente que cuestiona abiertamente esa práctica. No hace falta haber leído demasiado para captar el mensaje: las redes sociales se encargan de simplificar y repetir cualquier idea con un bombardeo constante que convierte cualquier idea en consigna.
Esta nueva ola llega, curiosamente, de la mano de los mismos gurús de la productividad que hasta ayer defendían justo lo contrario. Ahora sostienen que imponerse objetivos es una forma de presión que deriva en ansiedad, precipitación y, no pocas veces, agotamiento. Resulta llamativo ver cómo quienes durante años nos convencieron de que la rueda no debía detenerse reconocen hoy que esa aceleración permanente y esa presión continua no son una forma sana de vivir.
Planificar el año como una carrera hacia el cumplimiento de objetivos acaba siendo, en el fondo, una manera sofisticada de justificar el fracaso cuando no se alcanzan. Y cuando se alcanzan, suele ser a costa de un esfuerzo sostenido que no siempre sale gratis en términos físicos o mentales.
¿En qué momento aceptamos que la vida debía consistir en producir, trabajar, consumir, informarnos sin pausa, madrugar, trasnochar, ir siempre deprisa y querer más, más y más?
Esa forma de explotación sigue siendo explotación, aunque hoy adopte una apariencia amable y se disfrace de libertad. Como señala Byung-Chul Han en La sociedad del cansancio, la explotación no desaparece cuando se disfraza de libertad: el sujeto moderno se explota a sí mismo creyendo que se realiza y que es su propio jefe.
No me considero el más listo del barrio, pero hace tiempo que me alejé de la competición, de la necesidad constante de adquirir más, crear más, producir más. No es que me hiciera más sabio; probablemente es porque envejecí.
Recuerdo con claridad el momento en que comprendí que no quería seguir en esta carrera de locos: me ofrecieron pluriemplearme como profesor de Turismo en una universidad en Chile y acepté. Enseguida me di cuenta de que lo hacía solo por mi ego, por hinchar el pecho al ver mi bio en LinkedIn, pero ni las condiciones del trabajo ni las mías eran las adecuadas para ejercerlo. En un fogonazo de clarividencia y gracias al apoyo de mi pareja, renuncié y dejé atrás para siempre ese camino. A partir de entonces, recuperé la libertad que había perdido sin darme cuenta. No la libertad de no hacer nada, que también, sino la de elegir mejor qué merece mi tiempo, mi energía y mi atención.
Bajarse de la rueda no es negativo. A veces es, simplemente, la manera más sensata de vivir.

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